Al borde de la laguna Antela

Por Jaime Solá (Vida Gallega, novembro 1929)

A cuarenta kilómetros de Orense, por la carretera de Villacastín a Vigo, que es la de Madrid, está Ginzo de Limia. No a más de trescientos pasos antes de Ginzo se encuentra, a la derecha, otra carretera. Cuando la hayáis recorrido en la extensión de diez kilómetros, habéis llegado a la Sainza. Para saberlo, no necesitasteis entrar a la aldehuela. Os habrá anunciado un castillete, erguido sobre las ruinas de una edificación que, antes de ser campo de contiendas, fue, según mis noticias, palomar. En esa fortaleza, que ahora es de piedra, de forma rectangular y de lados exactamente iguales, que no tienen más de seis o siete metros, es donde luchan moros y cristianos. Este castillo y estos moros y estos cristianos y esta lucha, es lo que debe llevaros a hacer el viaje a la Sainza. Pero os aconsejo que antes de tomar este camino sigáis, por la carretera general, hasta Ginzo de Limia. Allí, sí vais con un hijo del país como Don Víctor Fernández, opulento ¨automovilman¨ -hombre de automóvil, palabra nueva, que respetuosamente tengo el honor de presentaros, - no faltaría una familia distinguida que os ofrezca el desayuno, muy substancioso, muy confortable, muy de casa acomodada. Y si habéis tenido la precaución de haberos desayunado antes de salir de Orense, que es lo práctico, podéis aprovechar el tiempo que ocupen en ese menester vuestros compañeros, consagrando unos minutos a la villa.

Ginzo de Limia es muy moderno y muy antiguo, a vuestro gusto. Vais a la plaza –pequeña, pulcra, animada, con alegre gracia pueblerina- y os parece obra de ayer por la mañana. Pero os separáis un poco hasta adentraros por las estrechas rúas, un poco tristes, y un poco solitarias, y esperáis que la procesión de los siglos se os aparezca a la vuelta de la esquina. No muchos, desde luego. Los suficientes, sin embargo, para que la parte baja del templo parroquial sea románica, y para que, cerca de aquél, los balcones de algunas casas de madera, descoloridos, soñolientos y colgados de doradas espigas de maíz, os hablen de nuestras aldeas ancestrales.

El conjunto es simpático. La impresión de franco acogimiento. Tan franco que rechazáis de plano la torpe imputación que lanzó sobre el centro urbano de la Limia, un clérigo más escaso de buenas razones que de malas pulgas. Dijo el cura:
¨Adiós Xinzo de Limia,

monte sin leña,

río sin pesca,

hombre sin conducta;

y mujer sin vergüenza¨.

Todo lo cual, si habéis de juzgar por aquello vuestra primera impresión confortadora, tiene que decir que no es verdad.

Solo un suceso inesperado os contraría. Entráis en una botica y os dicen que no tienen sanguijuelas.

-¿La necesita usted para sangrarse?

-No, señor; para fotografiarlas.

Un poco sorprendido de vuestra pretensión, añade el boticario:

-Pues no las hay a vender porque el que las necesita manda por ellas a la laguna.

Y casi sin grandes cavilaciones en la cuenta. Para los efectos de las sanguijuelas, la laguna Antela es la botica de los habitantes de la Limia. En ella nacen, en ella se crían y allá engordan cuando se descuidan las bestias que pacen cerca de las charcas. De la laguna irradian a toda Galicia. Hay unas mujeres, avezadas en el oficio de capturarlas, que llenan sus vasijas de ellas. Y a veces las traen también en las pantorrillas.

Las sanguijuelas fotografiadas en su propia tierra, habrían constituido una bella nota informativa. Pero en Ginzo no hay sanguijuelas á la venta. El que sienta rondarle el ataque congestivo no tiene mas remedio que meter la cabeza en la laguna y entregarse a la voracidad de sus ansiosas habitantes.

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